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Un nuevo sexenio

Israel Covarrubias

02/10/2024

En este momento son muchos los “análisis” que excitan a la opinión pública del país a causa de la sucesión presidencial en curso. Pululan los comentarios que subrayan los adeudos, las fallas, los caprichos, y un largo etcétera que provocó el presidente saliente. Sin embargo, habría que preguntarnos por nuestro papel en todo ello. Es decir, cómo hemos contribuido a la situación en la que estamos, cargada de un entusiasmo desbordado o de una preocupación atrabiliaria sin remedio y sin interés alguno por remediarla.

Andrés Manuel López Obrador empieza hoy su camino en el panteón de la historia política mexicana, con independencia de que siga activo en la política en el sexenio que este 1 de octubre arranca. De todos los dislates y las virtudes que se le quieran colgar, hay un gesto que me parece relevante y que solo tímidamente aparece en el debate público. López Obrador fue un presidente que restituyó la mirada a quien se le había olvidado que también podía mirar. Flexibilizó la locura de la política tradicional, aunque paradójicamenre él fue un presidente tradicionalista. Con su polifonía plebeya, cambió el tablero político del país. Logró reificar como nunca lo político dentro de la política, enganchar el deseo de los invisibles con el deseo de los grandes, en una operación que incluso Maquiavelo le aplaudiría.

Ahora bien, un campo donde nos abismó el expresidente, y no me parece mal esa operación, al contrario la aplaudo, es aquel en el que logró lo que pocos en las últimas décadas: la desacralización del castillo de naipés de los llamados intelectuales, que fueron desnudados y vestidos como payasos, abriendo una enorme brecha cultural donde se muestra que es necesario un cambio radical del lenguaje, sobre todo de los términos de referencia frente a la presencia inquietante del “otro”, ese infigurable en el discurso de los intelectuales, salvo cuando lo imaginan para mostrar la distancia que los separa de él. Es esta figura la que está en el centro de la democracia, en boca de todos, como un igual en medio de la disimilitud que supone la igualdad, pero sin clasismo ni discriminación ni racismo, como espetó Claudia Sheinbaum en su primer discurso como presidenta.

Lo anterior significa que ese “otro”, supremo y hostil, deje de incomodar en las pláticas, en las divisiones sociales del país, en el goce siniestro de que todo se vaya al carajo solo para confirmar mi capricho, tejido entre la fantasía del no error y la lógica lineal.

Medios de comunicación, comentócratas y público en general tienen que moverse de los lugares de habla a los que se aferran con vehemencia y coraje, como si la autoalienación a las ideas aprendidas fuera una virtud y no un principio de intolerancia. Es necesario moverse porque no hay de otra: Claudia es la primera mujer presidenta de México, en un contexto social donde el pequeño déspota misógino que se cuenta por millones, sigue escupiendo su odio porque no ganaron sus compadres, y porque el flujo de la historia reciente del país no coincide con su imaginario, con sus presupuestos que se revelan como auténticos prejuicios de clase, status y reconocimiento.

La intelectualidad que se colocó en bloque en los parajes desiertos de la oposición política a la 4T está completamente perdida. Lo peor del caso, es que sigue encabezada por personajes como Enrique Krauze, Héctor Aguilar Camín, Guillermo Sheridan, Roger Bartra, Jesús Silva Herzog, el renegado Jorge Volpi, la señora Denisse Dresser, las niñas bien como Guadalupe Loaeza, y los comunicadores a los que les queda grande el saco de periodistas, como Carlos Loret, Joaquín López Dóriga, Azucena Uresti, Ciro Peraloca, Raymundo Mier, y un largo etcétera. Cegados por su animadversión hacia López Obrador, que para todos ellos representaba precisamente el “otro” impertinente, quisieron que el país se acoplara a su narcisismo, pero particularmente a sus necesidades económicas. Devinieron una suerte de clase parasitaria del poder en turno frente a la que se podían bajar los pantalones sin empacho, siempre que les llegaran al precio.

Es urgente dejar atrás la sinfonía de clase, racializada y esencialista, cuando se mira al otro que no se “parece” a mí, ya que el problema principal que tenemos en el horizonte próximo es del desplazamiento de nuestro lenguaje político. en efecto, se necesita dejar la lengua pornocrática de la política, y que la intelectualidad hizo suya, para inventar nuevos contratos de habla, donde cada uno se reconozca sin pasar por la violencia gratuita de la neurosis propia y ajena. Hay que colocar en el centro de la discusión nacional el sufrimiento de los que no tienen comunidad de origen, mucho menos herencia, aquellas y aquellos que se sostienen por el silencio y la falta de filiaciones emocionales, económicas y políticas. Ahí es donde será posible constatar que sí es posible un volcamiento de la vida en común de un país terriblemente atravesado por el dolor de esa mirada que el “otro” nos obsequia una y otra vez como único recurso.