¿Quién fríe un cachorro?
MOISÉS CATEDRAL
En 2012, un hombre despertó con el firme propósito de causar daño. No provocó ningún incendio ni asesinó a ninguna persona. Lo que hizo fue tomar a su cachorro para crucificarlo vivo en uno de los muros de su vivienda. Ocurrió en Ciudad Juárez.
Los pobladores de esa frontera llevaban para entonces cuatro años bajo el peor asedio criminal registrado hasta entonces. Uno de cada cinco asesinatos cometidos en el país tenía lugar ahí. Pero sobre todo sufría la permanencia igualmente delictiva de militares y agentes federales. El callejón sin salida que resultó “la guerra contra el narco”.
Entre 2008 y 2010, cada habitante de ese municipio despertó, comió y se fue a dormir con imágenes de cuerpos inmolados para infundir terror. Pero el pánico superlativo de muchos concedió a otros la liberación de monstruosidades inauditas.
La brutalidad con la que obró aquel sujeto en el sacrificio sin sentido de la pequeña cría exhibía la condición desoladora de una sociedad abrumada por ciclos de interminables violencias y abandono institucional.
La estrategia de Felipe Calderón profundizó un daño estructural que sigue sin resolverse. Un contexto en donde la crueldad animal se sostiene, lo mismo que la comisión de crímenes atroces, cuyas víctimas y victimarios son los infantes de hace 15 años.
Rememoro el caso del cachorro crucificado ahora que en el Estado de México un agente de la policía capitalina fue detenido después de arrojar a un cazo con aceite hirviendo al perrito que reposaba a la entrada de la carnicería a cuyo propietario fue a amenazar.
El tormento del animal fue espantoso. No hace falta ser hombre de ciencia para entenderlo. A millones de mexicanos nos fue imposible ver el video de una agonía que duró 20 segundos. Pero basta imaginarlo para sentirlo hasta la médula.
¿En qué momento alguien decide cometer una atrocidad así?
He citado aquí un par de hechos que involucran mascotas. Pero actos similares, o mucho más terribles, se cometen a diario con personas igualmente inocentes. ¿Por qué nos genera pavor e indignación en grado inusitado un hecho y no otro?
De manera simultánea al caso del Estado de México, en Guadalajara teníamos noticia del hallazgo de bolsas con trozos de cuerpos humanos tirados al fondo de un barranco. En pocos días sabríamos que se trataba de los jóvenes que laboraban en un call center, a quienes sus familiares buscaban afanosamente.
Más allá de lo que podamos imaginar sobre la manera en que fueron victimados, como sociedad hemos decidido amparar nuestro miedo en las versiones oficiales. En este caso, las autoridades dicen que ese centro de llamadas era ilegal y además lo operaba un cártel local.
Basta algo así, tan inmediato y carente de evidencia jurídica, para exorcizar a los demonios de nuestros miedos más profundos, y de paso la indignación y proseguir los días con indolencia total.
Pero detrás del sujeto que clavó al cachorro, del policía que frió vivo al otro y de los asesinos de los trabajadores del call center, existe el mismo patrón de psicopatía que inexorablemente abraza a buena parte de nuestra población. Eso debe darnos noticia de nuestra grave condición social.