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México, el país del vituperio

Foto: Especial

Israel Covarrubias

Dos hechos recientes llaman la atención por lo que esconden, no por lo que expresan.

Lejos de ser exabruptos a los que ya estamos acostumbrados en la política mexicana, son materia de discusión por los efectos performativos que producen.

El primer episodio fue de la gobernadora de Chihuahua, Maru Campos, quien dirigió al gobierno federal el siguiente mensaje: “exigimos que gobierno federal ponga atención a través de su Secretaría de Seguridad Pública al estado de Chihuahua y que deje de ser omiso, sino es que decir pendejo de lo que está sucediendo en el estado de Chihuahua. No es una situación del estado de Chihuahua, son delitos del fuero federal y tiene ya que el gobierno federal y el presidente de la república abrir los ojos a lo que está pasando en nuestro país”, palabras pronunciadas en una entrevista donde se le preguntó por el secuestro de cuatro integrantes de la familia Le Barón el domingo 21 de enero, y que después serían liberados.

El segundo episodio fue de Alfonso Durazo, presidente del Consejo Nacional de Morena, el sábado 20 de enero, en el evento donde se le extendió la constancia como candidata presidencial única a Claudia Sheinbaum por ese instituto político, que junto al PT y al PVEM, integran la alianza “Sigamos haciendo historia”, en el que arremetió contra Xochitl Galvez, de quien dijo: “Nunca esperamos que fuese posible que nuestros adversarios superaran en una candidatura presidencial los ejemplos más caricaturescos, tristes y pequeños de Fox y Calderón. Sin embargo, lo consiguieron lamentablemente para nuestro país. Su candidata nació tocada por la mancha moral, histórica, del PRIAN,que nunca podrá borrarse de la memoria del pueblo. No les queda pretender convertirse en guardianes del castillo de la pureza. Consiguieron una candidata a la medida de la mediocridad del conservadurismo nacional, quien, por muy buena voluntad que tenga, no está preparada”.

Son varias direcciones de análisis las que dejan entrever estos comentarios, emitidos al calor de la querella por la presidencia de la república de junio próximo. Aquí me detengo rápidamente en cuatro puntos.

Primero, el insulto al oponente político es un recurso mediocre para ganar elecciones. Es hacer política a escupitajos. Quizá tendríamos que preguntarles a las y los profesionales de la política, ¿esto es lo que merecemos como ciudadanos? Es decir, ¿debemos aceptar ser meros espectadores de los escupitajos de uno y otro lado? Un insulto como el que profiere Maru Campos al gobierno de la 4T o el de Alfonso Durazo a Xóchitl Gálvez, califica, sin duda, a la persona objeto del insulto, pero también califica al emisor: este último quiere decir del otro lo que quiere decir de sí mismo.

En este sentido, tendríamos que preguntarnos si el enojo que parece estar detrás de las palabras dichas es un gesto discursivo legítimo y necesario dentro de la política democrática. Por ejemplo, en el caso de Durazo parece un despropósito, ya que su candidata tiene una ventaja amplia frente a Xóchitl Gálvez, aunque parece que atizar esa brecha provoca regocijo y reconocimiento.

Segundo, el insulto expresa una degradación del léxico político. En vez de estar discutiendo sobre la ampliación de las áreas de igualdad y las libertades, o de discutir cómo y hasta dónde nuestro país puede avanzar sin recurrir a la violencia, se prefiere la construcción de discursos a partir del uso discrecional de “las groserías”, como las llamó el presidente de la república en su conferencia mañanera el 24 de enero, en referencia a la declaración de Maru Campos.

Tercero, el insulto indica los límites del lenguaje de aquel o aquella que lo enuncia. Quien lo ocupa expresa una competencia intelectual primaria respecto a la retórica utilizada en contra del enemigo político. Es una expresión rupestre de la voz, un mero grito descompuesto que cancela las condiciones lógicas necesarias para anudar las proposiciones de un discurso donde también está involucra la sociedad organizada políticamente, no solo atañe a los partidos políticos, ni a sus seguidores.

Cuarto, el insulto forma parte de un proceso complejo de enajenación de la retórica política que ha tenido lugar en los últimos años en México, donde ya no se puede hacer política sin recurrir a una espiral de violencia simbólica. Por ello, la inquietud que flota es saber a quién le habla la política del vituperio: ¿a sus afiliados y simpatizantes?, ¿a sus adversarios? ¿a los ciudadanos que aún no saben por quién votarán?, ¿a la sociedad en su conjunto?, ¿a las cámaras de televisión y a las redes sociales?

En México, cuando el insulto era usado por parte de un sujeto con poder hacia una persona en una posición sin poder, en ocasiones se volvía indignación o escándalo, porque era una forma de abuso. Cuando una persona sin poder usaba el insulto en contra de un poderoso, podía ser la expresión de una voz desde abajo que exigía dignificación. A pesar de todo, existía una asimetría, un elemento diferencial que unía a uno con otro en la distancia que abre la política. Hoy, cuando observamos a una política o a un político enojado proferir insultos a la menor provocación, expresa un deseo por borrar esa diferencia fundamental. Peor aún, establece arbitrariamente un soliloquio que es la confirmación de que no hay más que un terrible vacío de la política.